50 años del golpe. Adelanto del libro ‘El silencio de las orillas’ que se presenta hoy en Carmelo

50 años del golpe. Adelanto del libro ‘El silencio de las orillas’ que se presenta hoy en Carmelo

28/06/2023 28/06/2023

Este miércoles 28 a las 19 horas la carmelitana Alicia Jaime Pérez presenta en Carmelo su libro «El silencio de las orillas». Lo hará acompañada por el también escritor Juan Francisco Bacigalupe en la sede del Archivo y Museo del Carmen. (Foto: la autora junto a Ramón Peré, su esposo, de cuyo asesinato se cumplen 50 años el 6 de julio, y los hijos de ambos en 1971).

Luis Udaquiola

El silencio de las orillas es resultado de mucho tiempo de investigación, encuentros, lecturas, conversaciones. “Sus protagonistas son los jóvenes de la década de 1970, cuando la represión castigó con saña a una pequeña población: Carmelo”, señala su autora en un comunicado.

Alicia Jaime Pérez es maestra de Educación Primaria e Inicial, y fundadora en 1974 del Jardín y Guardería de AEBU. Es licenciada en Ciencias de la Educación (opción Investigación) en la Udelar y ha sido docente en institutos de Formación Docente de Carmelo y Montevideo.

De alguna manera “la idea del libro andaba rondando en mi cabeza desde hace mucho tiempo”, reflexiona, “fue un desafío porque no soy historiadora y al principio no encontraba la forma”. En los últimos años se integró a talleres literarios como el ‘Abriendo Paraguas’ con Ana Lacoste, donde fue coautora del libro A la orilla de mi voz.

También participó en seminarios de producción literaria con el escritor Rafael Courtoise. “Empezamos en 2020 durante la pandemia y las primeras sesiones fueron por zoom. Es una de esas personas que te animan y te hacen sentir segura, de modo que allí manejé mucho la veta de humor negro que me ha permitido ser resiliente y, reconozco, a veces molesta un poco a los demás”.

Courtoisie le ha dicho que puso «mucha pasión» en este texto, y Jaime evalúa que sobre todo fue el compromiso “de que tenía que salir, no por mí sino por los demás, un respeto hacia lo que otros me habían brindado”. José Valente, uno de los entrevistados, “me dijo que nunca pensó que tenía tanto para hablar”.

Lo primero fue encontrarse con su ex compañero de escuela, el artista plástico Carlos Thomas, que diseñó la tapa, y su esposa Lili. Ambos se encantaron con la idea del libro, “me animaron a seguir y me sugirieron otros nombres para entrevistas. Enseguida dijeron que sí, y yo comencé a viajar los fines de semana para entrevistarlos”.

En su libro, Jaime ubica a Carmelo “desde mi mirada joven cuando tenía 20 años, en el período de la dictadura, volviendo con mis dos hijos chiquitos, y cómo fue cambiando desde el que conocí hasta este. Y después presento los relatos de 12 personas sobre cómo vivieron el Carmelo de fines de los años 1960 y 1970 cuando tenían 17, 18 o 19 años”.

Antes de imprimirlo Jaime hizo una preventa y parte del tiraje ya viajó a Suecia. Los interesados en comprarlo pueden contactarla por la casilla de correo: aliespere@gmail.com

Más allá de la presentación, siempre tuvo la ilusión del reencuentro de aquellos jóvenes después de 50 años, «más viejos por supuesto, distintos, pero en el fondo siendo los mismos jóvenes». El reciente hallazgo en el Batallón 14 “te genera la idea de seguir buscando, aclarando, aunque te cueste trabajo, aunque todas las puertas se cierren, hay que estar ahí, atentos”. A seguir se publica la introducción del libro.

Sepelio de Ramón Peré por Av. Rivera el 8 de julio de 1973 (Foto: Aurelio González).

Casi sin pensarlo comenzó una vida de a dos

«A mi apacible barrio, una semana de vacaciones, llegó un muchacho bastante mayor que yo. Estaba de visita en la casa de su hermana. Venía desde Montevideo.

Las chicas del barrio nos movíamos nerviosas, pero no imprudentes, pensando si ese joven tendría la intención de invitarnos a bailar a alguna de nosotras. ¡Oh sorpresa! La elegida fui yo. La fantasía de bailar juntos se cambió por un paseo por la rambla con mi vecina y sus tres hijas pequeñas. Hasta allí, la familia, permitía esos ratos de encuentros.

De allí en más nos acercamos a través de cartas que traía y llevaba la O.N.D.A. Las visitas eran muy espaciadas: desde una vez por mes a cada quince días si el trabajo lo permitía.

Allí comienza una historia de a dos, en una sociedad alejada de lo que sucedía más allá de su territorio y un lejano vínculo con Montevideo. Sabíamos que en la capital del país estaban pasando cosas muy complejas.

El amor de 19 se unió a uno de 25. Diferentes momentos para cada uno. Él estudiando Veterinaria en la Universidad de la República y a la vez trabajando en la Imprenta Nacional, como profesor Adjunto de la Cátedra de Histología, militando gremial y políticamente. Se le sumaba la responsabilidad de una casa con su madre y hermanos a los que apoyaba en todos los sentidos. Yo, comenzando Magisterio, con algunas responsabilidades en mi casa, pero no tan exigentes. La decisión de casarnos surgió mezcla de amor y necesidad de estar cerca. Lo decidimos a comienzos del 68 y en diciembre de ese mismo año teníamos todo resuelto.

Siempre existe esa amiga incondicional, que conocí en la escuela, que mientras bordaba las sábanas, el mantel, preparaba el ajuar básico para la nueva casa, leía los textos, los apuntes de todas las materias cursadas ese año para poder presentarnos a todos los exámenes y salvarlos. Una amiga tan querida…

La boda fue en la Capilla de mi barrio, Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, pequeña, pero con mucha vida en su interior.

Con mis nacientes rebeldías había elegido un traje de novia blanco, minifalda. Excelente decisión, porque si hubiesen sido de esos que se arrastran por el piso no hubiese habido ceremonia. Llovió tanto esa mañana que era imposible salir. En un pequeño espacio de tiempo que la lluvia cesó corrí hasta el auto que me llevaría, saltando los charcos que se habían formado en el patio. Entré a la Capilla del brazo de mi padre, vi en cada nave gente con el cabello empapado, la vestimenta mojada. En el pasillo por el que caminábamos hacia el altar había baldes para recibir el agua que caía del techo de chapa. El sacerdote que celebraría la ceremonia había venido de Tarariras (una ciudad a 70 Km de Carmelo, donde Ramón daba clases de Biología y Química en el liceo). Bartolo Bacigalupe era sacerdote y compañero de trabajo en el liceo, cumplió con la tarea de desagotar con una escoba y un trapo de piso los lugares cercanos al altar dónde corría el agua tal cascada.

Terminada la ceremonia salió el sol. Nos hizo un guiño y nos invitó a reunirnos con toda la familia, mojados, humedecidos. Desde allí no nos separamos más. Se terminaron las cartas y las esperas del ómnibus.

Nos fuimos a vivir a Tarariras. Tuve que seguir estudiando en Rosario porque allí no había instituto. Él continúo en el Liceo de Tarariras y una vez por semana viajaba a Montevideo a trabajar en la cátedra y no mantenerse tan alejado de sus estudios de los cuales ya había egresado, pero le quedaba preparar los exámenes.

En el 70 tomamos la decisión de venirnos a Montevideo. Era urgente terminar su carrera, trabajar y militar. Yo podría seguir estudiando. Tiempos de muchos cambios en una ciudad desconocida y convulsionada.

Nancy, nuestra primera hija, ya estaba dando los primeros pasos y Andrés estaba pidiendo permiso para salir al mundo. Vivimos en una casita cerca del Instituto que estaba en el Prado. Con la vecina que nos alquiló la casa que se transformó en abuela, junto con su hijo que ofició de tío cercano, logramos ir concretando nuestras esperanzas,

Resulta fantástico saber o tratar de entender la extensión del tiempo. Primero y fundamental atender a nuestros hijos, luego hacernos un lugar para el disfrute, la charla, el contar con la ayuda de la abuela para que los cuidara y poder ir al cine o cualquier otra actividad de militancia. Todo eso sin dejar de trabajar, estudiar y comprometerse gremial y políticamente. Me recibí de maestra en los años establecidos. Extrañé mucho a mi amiga Norma para estudiar como lo hacíamos en Carmelo. Nancy en el medio de la cama rodeada de libros y apuntes nos escuchaba a las dos hablar de Psicología, Pedagogía, Historia… De vez en cuando una canción de cuna.

Ya en Montevideo no la tenía cerca. Quería estar con ella para seguir estudiando juntas, para entender las manifestaciones relámpagos, que se daban en las calles, ir a las asambleas estudiantiles.

Montevideo se estaba poniendo cada vez más oscuro, más riesgoso, más difícil. Pero algo no nos permitía paralizarnos. Ya habían muerto muchos estudiantes bajo las balas asesinas.

Hasta que en el invierno del 73, a mitad de la Huelga General de obreros y estudiantes en respuesta al Golpe de Estado dado por militares apoyados por civiles, mientras ocupaba su Facultad una bala entró por la espalda haciéndole estallar el corazón, a Ramón Peré. Sus hijos quedaron sin padre y yo sin el compañero elegido…

Parecía que la noche oscura del fascismo, esa que solo conocía en lecturas o películas, se había instalado en mi vida. Cada pocos meses viajaba a Carmelo, con mis hijos, sobre todo en vacaciones. Allí sentíamos el calor de hogar, las comidas exquisitas de mi abuela. Visitaba a mi familia y me reunía con alguna de mis amigas.

Iba repleta de relatos que escuchaba por todas partes, sobre todo en mi trabajo. Comencé a trabajar en el Jardín y Guardería de A.E.B.U. como maestra de Educación Inicial y en forma simultánea en la Escuela Pública en Educación Común. Medio horario mis hijos estaban conmigo y sentía la tranquilidad de verlos crecer a mi lado, a pesar de que los miedos se ocultaban en cualquier recoveco.

(Izq.) Portada del libro. (Der.) Alicia Jaime entre Esteban Núñez y Susana de León el 13 de junio durante la presentación en Montevideo (arriba). Aspecto parcial del público (abajo).

Llegaba a Carmelo, y de esos relatos que llevaba conmigo nadie sabía nada. Se había instalado el “de eso no se habla”, “olvídate de todo”. Vas a tener más problemas y ya bastante has tenido.

Lo que ignoraban que era imposible sacarlos de mí. Esos pensamientos se habían instalado en mi cuerpo, en mi mente, en mi corazón. Eran cosas demasiado crueles las que sabía para poder callarlas. Mi cabeza estallaba pensando: ¿en este pueblo no pasa nada? ¿vivimos en países diferentes?

Lo que nunca se me ocurrió que el mandato social era callar, no confiar en la otra vida, se movía en subterráneos imaginariamente construidos para refugiarse. Por esos subterráneos, bajo los adoquines, transitaba el dolor, la angustia, el miedo, el repudio, el rechazo, la rebeldía contenida, las palabras que no se podían expresar.

Desde el Mayo Francés.

Mediaban los años 60 y el mundo se llenó de voces, de voces nuevas, de voces transformadas en canciones, otras en discursos, otras quedaban guardadas en las amarillas páginas de un libro.

Los profesores se subían a la tarima de un liceo recién construido y sus voces jóvenes eran un sacudón para el pensamiento casi dormido. Despertaban pasión en sus alumnos e interés por informarse. Otros cumplían con una clase aburrida y los menos observaban las actitudes con fines poco claros para el momento. Estos últimos fueron los que destruyeron a sus propios alumnos con denuncias a los militares, con denuncias sin fundamento.

Pero las voces jóvenes dispuestas a indagar, cuestionar, sorprenderse no supieron distinguir que en esa tarima dónde se ubicaban los docentes también crecían y se afirmaban sus ideologías.

Esas ideologías que por la laicidad de la institución no se mostraban en el aula, pero se dejaban ver sutilmente en cualquier rincón del quehacer cotidiano. Fue muy triste que un grupo de profesores junto con otras personas de influencia se hubiese dedicado a delatar al que consideraban peligroso desde su mirada conservadora.

Pasaron pocos años y aparecieron los primeros nombres. Era gente cercana que no aceptan que algunos se revelaran. Sería ingenuo no creer que no tenían complicidad con los que llevaban adelante los planes de invasión en América Latina. Nadie imaginó que, en ese pequeño rincón en el mundo, tan tranquilo, alguien pusiese los ojos para destruirlo. El vuelo rasante del Cóndor desparramó dolor y sangre, miedo y angustia durante tanto tiempo.

Sucedió, se convencieron de que defendían los intereses de la patria. ¿La patria de quién? Esa patria que nombran los señoritos o que el pueblo no la nombra, pero la defiende con su sangre; (parafraseando a Antonio Machado). En nombre de la defensa de la patria se han cometido las más crueles atrocidades. En esa indescriptible dualidad es necesario tomar partido hasta mancharse. Ese concepto de patria que imponen los poderosos y que lleva a la gente común a defender sus intereses creyendo y convencidos que están defendiendo los propios. Muchos, convencidos y crédulos se acercaron a la gente que había sido formada en el extranjero, que marcaban una ideología reaccionaria para defenderla y olvidarse del vecino, del amigo, del familiar. Aun sabiendo que ese convencimiento derramaría sangre y dolor sobre las víctimas indefensas.

Traían el poder, la formación y las estructuras para dominar. La mayoría fueron jóvenes, algunos con unos pocos años más y se enfrentaron a la cruel realidad que no habían soñado ni en sus peores pesadillas.

Los profesores y maestros que educaban siguiendo el objetivo de formar seres libres y críticos fueron separados de sus cargos. No quedaron vacantes, la enseñanza pasó a estar en manos de docentes de su confianza, con muy baja preparación que solamente sabían cumplir órdenes de sus superiores.

No fue casual que quienes representaban el Ministerio de Educación y los Mandos Medios eran militares. La educación, por ausencia de buenos docentes, se empobreció. Se instaló una obediente forma de transmitir conocimientos. Se quemaron bibliotecas, se prohibieron autores, circuló un cuadernillo con una lista de palabras prohibidas.

La niñez y la adolescencia cambió de modelo. Cambiaron con años de oscurantismo tanta estrechez de horizontes. Los que sobrevivieron a la barbarie tuvieron que adecuar su forma de vivir.

Las palabras de George Owel en su novela 1984 nos llevan a pensar: “el panóptico que nos vigila en la actualidad y con el cual vigilamos es un símbolo”. “El ojo del Gran hermano que se había instalado en cada esquina vigilaba cada paso, cada movimiento”. Esa sensación tan universal como particular se vivía en nuestra sociedad. Era la misma sensación que vivir en una gran cárcel al aire libre.

A pesar de todo, Carmelo, vive.

Esta obsesión de extermino fue vivida por la juventud carmelitana. En un pueblo de alrededor de 15.000 habitantes fueron detenidos en una noche alrededor de 70 personas.

Fueron muchos más los que pasaron por el Cuartel de Colonia o el de Mercedes sufriendo las más crueles torturas. Jóvenes que no sabían ni por qué habían sido detenidos.

Los que torturaban se ensañaron con Chiquito Perrini, el heladero de Carmelo. En pleno verano, en pleno Carnaval que se realizaba frente a su heladería, fue llevado detenido al cuartel de Colonia para no volver más. Su único delito pensar distinto al orden imperante. Su cuerpo se llenó de marcas de las más crueles torturas, su voz se hizo oír en el Cuartel estremeciendo a sus compañeros más jóvenes. Hasta que llegó el silencio mortal, el más triste de los silencios. Su voz llevada en gritos dejó de oírse. Los demás, encapuchados, murieron con él. Uno de nosotros ha muerto en la tortura, dice Graciela con sus nuevos 18 años. Ya no se sienten sus gritos. Su silencio pesa más que su voz. Su silencio mata más que sus gritos. Su silencio duele más que la picana diaria, que el plantón. Han matado a un compañero. Han matado a uno de nosotros. Han matado a un hombre bueno.

Llegó el momento de rastrear hasta el fondo, de hacer vibrar las palabras no dichas, de separar a los muertos de los vivos. Porque los muertos mal muertos nos esperan en cada esquina tratando de encontrar en nosotros la lucecita que ilumine esos oscuros momentos para que poquito a poco puedan descansar en paz.

Encontramos estas ideas guardadas en los testimonios de las personas que tienen mucho que decir porque sus voces fueron silenciadas. Quizás pretenda mucho, pero mi intención es hacer un puente entre ellos y la escritura. Quiero escucharlos, preguntarles, conversar, tomarles la mano cuando la emoción desborde el recuerdo.

El desafío es grande. Cuento con la importante necesidad de no guardar más las palabras, que ellas se conozcan y que salgan a recorrer todas las puertas. Algunos, tal vez muchos las abrirán. Otros quizás no se atrevan. Lo más importante es que cada uno de los que dio testimonio se encuentre en su relato. Veremos que las voces, aunque su esencia sea la misma, se oirán todas distintas».

Nota vinculada: Breve historia. La vida truncada de Ramón Peré