
Auguste de Saint-Hilaire: un viaje en carreta por Colonia hace 200 años
03/02/2023El naturalista francés Auguste de Saint-Hilaire viajó por el sur brasileño y buena parte del territorio uruguayo hace 200 años. “Cumplió la mayor parte del itinerario en una carreta en la que cargaba baúles, cajas, carpetas, instrumentos científicos, colecciones de hierbas, pájaros e insectos”, relató el historiador Arturo Ariel Bentancur en un libro publicado por la Udelar en 2005. (Foto: Tapa del libro “Saint-Hilaire e as Paisagens Brasileiras”).
El botánico Auguste de Saint-Hilaire, o Agustín Francisco de Prouvensal (Orleans, 1774), miembro de la Academia de Ciencias del Instituto de París, “fue uno entre los centenares de viajeros que, generalmente de paso por el territorio ubicado al Este del Río Uruguay, aportaron datos de mucha utilidad para reconstruir un pasado del que a veces constituyen la única referencia testimonial”, dice Bentancur.
Ingresó al territorio uruguayo por Chuy en setiembre de 1820, recorrió el costado Sur hasta Colonia del Sacramento, y remontó luego el litoral Oeste hasta el río Cuareim en febrero de 1821.
“Fue uniendo pueblos, estancias, destacamentos de militares y ranchos, para volcar puntualmente sus impresiones sobre cada uno de ellos”, prosigue Bentancur. “La suya fue una embajada de paz, a tal punto que ni él ni su asistente sabían disparar un fusil, pero sin embargo no le faltaron sobresaltos: El acecho de los animales salvajes, la posibilidad de morir envenenado a causa de ingerir un extraño tipo de miel, alguna aislada negativa de hospitalidad, al menos una conducción equivocada, los insectos implacables …”
En términos históricos, “transitó en medio de campos devastados tras una década de guerras culminadas con la derrota definitiva del artiguismo y con sus vencedores (los portugueses) consolidándose en la posesión de todo el espacio limitado al sur por el Río de la Plata”, completa Bentancur. A seguir publicamos trechos del libro referidos al pasaje de Saint-Hilaire por el departamento de Colonia.
«RIACHUELO, 8 de diciembre, 5 leguas.- Hoy de mañana, muy temprano, toda mi gente se movilizó para encontrar nuevamente a los bueyes; encontraron a uno de ellos atado en un bosque, cerca de una choza. Es de creer que los hombres de la choza lo habían robado. No encontramos al otro buey. Esta aventura, bastante desagradable para mí dio pie a que mi gente comenzara de nuevo con sus invectivas contra los españoles. No hay nada comparable al odio que sienten por ellos los habitantes de Río Grande y, a su vez, el que los españoles en general sienten hacia los portugueses no le va en zaga. Pretender que esta región forme parte de las posesiones portuguesas, es querer unir elementos contrarios.
Como los bueyes que utilicé ayer no se habían alejado, opté por utilizarlos también hoy, con la intención de informar al comandante y al alcalde de Colla de todo cuanto ha ocurrido.
La región que he recorrido para llegar hasta aquí es bastante despareja y sigue siendo zona de pasturas hasta donde la vista se pierde. No hay casas, ni cultivos, ni ganado. Desde que salí de Montevideo, a veces he visto algunos paisanos a caballo en el campo, pero encontré una única carreta con viajeros. Hoy y estos últimos días ha hecho mucho calor, pero el calor hace sudar como en Europa y no ataca los nervios como ocurre en las zonas tórridas.

Me detuve en una estancia en la que pedí autorización para pasar la noche; me la dieron con mucho gusto, pero la casa estaba tan sucia y era tan maloliente que no tuve el coraje de quedarme a pernoctar. Cuando no duermo en alguna casa, trabajo adentro de una carreta y hago hacer mi cama allí, pero el pequeño espacio que me deja mi equipaje hace que esta morada sea bastante incómoda. Durante mis otros viajes, me alimentaba exclusivamente con arroz y frijoles, pero mi gente comía lo mismo que yo. Como siempre empezaba a comer antes que ellos, estaba siempre seguro de que iba a comer. No ocurre lo mismo aquí; cada uno hace su comida aparte y come muchísima carne. Cuando pido algo, es como si lo robase. Cuando llegamos a algún lado, Firmiano se apura en llenarse la barriga y jamás piensa en mí; además, lo poco que me prepara es incomible. Acabo de pasar un día y medio a té y chocolate.
COLONIA DEL SACRAMENTO, 9 de diciembre, 3 leguas.- El terreno se hace cada vez más parejo a medida que nos aproximamos a la Colonia del Santo Sacramento. La llegada a la colonia es bastante triste. Pasamos delante de casas pequeñas alrededor de las cuales han plantado algunas legumbres; se puede ver el Río de la Plata que tanto se parece al mar, y también la otra orilla; en el extremo de una lengua de tierra sumamente baja, está la ciudad que se compone de un pequeño número de casas apretadas, construidas con piedras.
Empecé por ir a la casa de Antonio-Francisco de Souza, quien administra la aduana y para quien tenía una carta de recomendación muy elogiosa del Padre Gómez. Luego de las primeras formalidades, le expresé mi deseo de viajar a Buenos Aires y le pregunté si encontraría alguna nave para ir hasta allí; me respondió que, probablemente, no se presentaría ninguna antes de unos veinte días: renuncié entonces al proyecto de ir a pasar dos o tres días del otro lado del Río de la Plata; o sea que estuve a diez leguas de una de las ciudades más célebres de América meridional y volveré a Europa sin haberla visto (…) La cena que el gobernador me ofreció estaba muy bien servida y todos los invitados fueron sumamente amables conmigo. El gobernador alaba la docilidad de los habitantes de la región y sólo les reprocha su tendencia a robar ganado. Se ha formado un regimiento de caballería de milicia aunque, en todo el regimiento, sólo hay tres oficiales que saben escribir.
COLONIA DEL SANTO SACRAMENTO, 12 de diciembre.- La península que se extiende del este al oeste es estrecha y muy baja; además, la ciudad, casi cuadrada, apenas tiene unas cien casas. Del lado que no da al mar, la ciudad está protegida por una muralla que no está bien conservada y del lado del mar está protegida por baterías. Se entra a la ciudad por una sola puerta; el terreno es desigual; las calles son estrechas, mal empedradas o a veces sin empedrar, muy sucias y bordeadas en parte por muros de piedra. Las casas son de piedra de pequeño tamaño y la mayoría tienen techo. Delante de la puerta de la ciudad hay una plaza de forma irregular donde está construido el hospital militar, pequeña construcción de forma regular, pero no muy linda. La casa del gobernador se distingue de todas las demás porque es más grande; aparte de eso, nada en ella atrae la atención. La iglesia parroquial tiene dos torres que sirven de campanario; es pequeña, bastante linda y, como en Montevideo, el santuario continúa la nave central.
La colonia está poco poblada y la mayoría de sus habitantes son comerciantes que venden mercaderías a los habitantes del campo. Si la región estuviera más poblada, esta ciudad, bien ubicada para ser una ciudad comercial, podría ser muy importante; sin embargo, no es el caso; el consumo es muy reducido y sus exportaciones casi nulas. Antes, cuando los portugueses eran dueños de la ciudad y se veían reducidos por los españoles a ocupar una pequeña superficie, habían aprovechado hasta el más mínimo pedazo de tierra: aún existen grandes árboles frutales plantados por ellos y que han escapado a los desastres de la última guerra.
SAN PEDRO, 12 de diciembre, 4 leguas.- Hoy me fui de la colonia en donde el gobernador y Antonio Francisco de Souza me trataron con gran amabilidad. Para llegar hasta aquí, atravesé una región algo ondulada, cubierta casi por completo por Cynara Cardoncellus. No hay animales, pero sí manadas de caballos salvajes. Habíamos salido temprano, debíamos dejar descansar a los bueyes al borde de un arroyo y luego retomar el camino para llegar hasta San Juan. Enseguida de llegar al arroyo cada uno fue a juntar su propio haz de tallos de cardo para poder prender fuego. A José Marianno le pareció que no se encendía lo suficientemente rápido y entonces abrió un receptáculo con pólvora que tenía atado al cuello: al tirar la pólvora sobre el fuego, las llamas alcanzaron el receptáculo que saltó por los aires; el imprudente se quemó el rostro, el cuello, el pecho y las manos y Firmiano, que estaba a su lado también quedó bastante maltrecho. Los curé con aceite, hice uncir los bueyes y fuimos hasta una pequeña casa próxima al lugar donde había ocurrido el accidente. Probablemente, José Marianno no podrá por algún tiempo usar sus manos; jura y perjura que no tocará jamás en su vida un fusil y habla de regresar a Montevideo. Veré mañana qué decisión tomo.
En el lugar donde nos detuvimos había tres chozas bajas, pequeñas y sucias; una, casi en ruinas, y que se usa como cocina, otra, en la que vive el propietario y la tercera, en la que me instalaron. Esta tiene dos entradas, aunque sólo una puede cerrarse usando un cuero; una cabeza de vaca y algunos pedazos de madera mal tallada hacen las veces de asientos; la cama no es más que un catre muy rústico con un cuero sin curtir, ubicado encima de bolsas de trigo. Ni bien pusimos el equipaje en esta mísera choza los truenos se hicieron oír. Se formó una tormenta y muy pronto empezó un diluvio. El viento, impetuoso, hacía que la lluvia entrara en la choza que muy pronto estuvo llena de agua; todo lo que no estaba en las cajas, se mojó.
Aquí no hay bichos con patas, pero las casas están llenas de pulgas y estos insectos me han impedido dormir.
SAN JUAN, 2 leguas, 14 de diciembre.- Hoy que no hay animales en los campos, los cardos se multiplican ilimitadamente y no es posible atravesar, ni a pie ni a caballo, los campos de los que se han apoderado. Esto crea dificultades a los campesinos que deben velar sin cesar por los caballos y el ganado. Sin embargo, este vegetal no es totalmente inútil; a los caballos y a los animales les gustan mucho sus brotos y también comen sus flores con placer; además, como ya lo he dicho varias veces, estos tallos resecos reemplazan la madera que se usa para encender el fuego y son, como en Montevideo, objeto de un comercio aunque de poca monta.
Nos detuvimos en una estancia que tiene varias leguas de extensión, pero en la que los animales fueron exterminados, como en el resto de la región. El dueño de casa viste una chaqueta hecha jirones y parece un simple campesino; su mujer en cambio está vestida como una dama, si no fuera por la falta de aseo. Todo lo construido en el lugar se reduce a una mísera choza en donde viven los propietarios, otra choza que se usa como cocina, un horno de pan y un galpón en el que se pone a secar la carne. Vimos comer a nuestros anfitriones y, como los de ayer, usaban conchas de mejillones a modo de cuchara y no tenían otros tenedores que sus dedos; en cuanto al cuchillo, a nadie le falta, porque todos llevan uno en el cinturón.

Me habían dicho que cerca había un cerro que lleva el nombre de Cerro de San Juan. Fui hasta allí con un guía que el gobierno de la colonia me había dado para ir hasta el pueblo de Víboras y sin el cual ya nos hubiéramos perdido mil veces en estos vastos campos en donde no hay nadie, hay tan pocas casas y un sinnúmero de caminos se entrecruzan.
El Cerro de San Juan se presenta como una serie de colinas pero, como la región es muy llana, se elevan bastante alto y desde arriba puede verse una gran extensión de las zonas aledañas. Las colinas que forman el cerro son muy pedregosas y a su alrededor hay vastos campos levemente ondulados con pasturas; algunos montes indican que por allí corre un arroyo y, a lo lejos, se ve el Río de la Plata que sólo está a una legua (…) Al atardecer, Matheus vino a decirme que, muy cerca de la casa, un tigre se estaba comiendo al potrillo de mi yegua; llamó a mi perro para ver qué haría al ver al tigre, pero el pobre animal ni siquiera se acercó lo bastante cerca como para verlo. En cuanto sintió su olor, huyó. Estos tigres (uncus pintadus) eran muy comunes, antes, en estos campos, pero con la disminución del número de animales van quedando muy pocos.
UNA ESTANCIA CERCA DEL PUEBLO DE LAS VÍBORAS, 16 de diciembre, 5 leguas.- Nos detuvimos para que los bueyes descansen al borde de un arroyo que lleva el nombre de Arroyo de las Vacas y desemboca en el Uruguay. Hasta allí, vi una región ondulada con inmensas pasturas que no difieren de las que ya he recorrido. La hierba es siempre extremadamente fina, inmensas superficies están cubiertas por cardos y, en varios lugares, la Avena sativa nº 2207 es tan abundante que parece que se la hubiera sembrado. Los caminos están bordeados por echium y el Lolium nº 2290 también es muy común.
Hoy ha hecho demasiado calor: trabajé dentro de mi carreta todo el tiempo que nos detuvimos. El termómetro marcaba 32º Réaumur y yo sudaba abundantemente. A Firmiano y José Marianno les duelen sus quemaduras y no creo que la intensidad del sol haya ayudado a aliviarlos.
El aspecto de la región cambia un poco después del Arroyo de las Vacas. El terreno es menos parejo y hay más montes que los que vi desde que dejé Montevideo. Hay montes, en primer lugar, en las orillas del Arroyo de las Vacas; forman una franja bastante ancha que se interna en el campo y más lejos, a la derecha, se puede ver otros montes de un medio cuarto de legua de ancho y por donde corre el Arroyo de las Víboras.
Después del Arroyo de las Vacas, atravesamos inmensos y espesos campos de cardos que hicieron muy difícil nuestra marcha. El calor había cansado a los bueyes que ya no podían avanzar y era de noche. Decidí detener la carreta delante de una choza a un cuarto de legua del pueblo de Las Víboras. Fui muy bien recibido por el propietario y su mujer, que es india. Esta choza está mucho más limpia que aquéllas en las que me detuve desde que salí de la Colonia del Sacramento. Me dieron de cenar, a mí y a mi gente. La comida se componía de ossudos, carne hervida y caldo condimentado con pimientos, una combinación bastante gustosa.
ESTANCIA DE DON GREGORIO, 19 de diciembre, 2 leguas.- El pueblo de Las Víboras está compuesto de las chozas más míseras que yo he visto, pero su ubicación tiene encanto. Está construido en la ladera de una loma. Más abajo, hay una franja de bosque compuesta por árboles y arbustos muy hermosos, bastante alejados unos de otros y que, en su mayoría, forman matas espinosas. El pequeño río de Las Víboras pasa por la parte más baja de este pequeño valle; del otro lado, hay una ladera cubierta de monte y en su parte más alta hay bonitas pasturas. Las chozas que forman este pueblo, bajas, muy pequeñas, apartadas unas de otras, están en su mayoría ordenadas alrededor de una plaza central cubierta de césped y que tiene la forma de un cuadrado alargado. La iglesia ocupa el lado más alto de la plaza, es pequeña y con techo de paja como las casas. Estas no tienen jardín propiamente dicho, sino que están rodeadas por cercos y en la superficie así delimitada se suele plantar durazneros.
Los habitantes de Las Víboras viven casi todos en la indigencia. La mayoría son indios o mestizos provenientes del Paraguay y de las Misiones de Entre Ríos y que, probablemente, vinieron a establecerse en esta región cuando estaba cubierta de animales y se ganaba mucho dinero sin trabajar. Actualmente, estos hombres cortan madera en los montes que bordean el río y la transportan en carretas hasta el puerto de Las Vacas que está sólo a tres leguas de Las Víboras y desde donde la embarcan para Buenos Aires y Montevideo. Varios propietarios siembran trigo, pero en pequeñas cantidades; sin embargo, como la destrucción de los animales hará que, durante largo tiempo, los medios de existencia sean escasos, se comienza a sentir la necesidad de dedicarse más a la agricultura.
En un pueblo con una población parecida a la de Las Víboras, en Francia apenas habría un expendio de bebidas; aquí hay al menos media docena. Y es aquí donde los indios y los mestizos pasan la mitad de sus vidas y dejan el poco dinero que ganan. Estos expendios, en toda esta región, son exactamente iguales a los de Brasil. Botellas de aguardiente, comestibles, ponchos, algunas telas, algo de mercería y de ferretería se presentan al público en estanterías. Un ancho mostrador se extiende de una pared a la otra en forma paralela a la puerta, formando una barrera entre el almacenero y las mercaderías por un lado y los compradores o los que toman bebidas del otro. Los que beben están parados o a veces se recuestan en el mostrador, hablando en un tono melancólico, jugando o cantando sus tonadas tristes, mientras el caballo espera pacientemente en la puerta».