Vuelos de bautismo sobre Puerto Sauce hace 90 años

Vuelos de bautismo sobre Puerto Sauce hace 90 años

03/03/2022 03/03/2022

El pájaro inclinó sus alas y observó aquel villorrio, a la rivera del río. Vio sus playas, sus chimeneas humeantes y le pareció buen lugar para posarse. Curiosamente, no plegó sus alas para el descenso, sólo bajó el régimen de revoluciones de su pulida hélice de madera. (Publicada originalmente en julio de 2007, gracias a la memoria y generosidad de don Lorenzo Clara).

Edy Nassif  

Corría 1932. El pedazo de campo lindero al cementerio, limitado por las calles Aurora y Zapicán -hoy Av. Vacchelli-, Camino al Cementerio, Zapicán y/o Tránsito Pesado- estaba sólo salpicado por el pasto; entonces no había allí candelas ni arbustos. En suma, un sitio limpio y despejado que muchas veces era usado como cancha de fútbol.

Ese lugar eligió el aeroplano como pista de aterrizaje. Y debemos insistir en llamarle aeroplano, nada de avión, porque ese término aun no estaba en uso. ¡Y vaya aeroplano era aquel! Seguramente algún sobreviviente de la Gran Guerra -como se llamó a la I Guerra Mundial hasta llegar a la 2ª-, compuesto por una frágil estructura de madera, lona, tensores de alambres y un motor grande y ruidoso, tal como si fuera el de una forchela.

¿Qué hacía en el Sauce esa máquina? Algo simple y novedoso: ofrecer vuelos de bautismo a quien quisiera y pudiera pagarlos.

El interés y la curiosidad que despertó esa máquina fueron enormes. Los muchachos de las casillas -los casilleros-, por ejemplo, acudían en masa en su tiempo libre a ver ese prodigio de la nueva tecnología aeronáutica.

El aeroplano en cuestión contaba con tres plazas libres, y la cuarta la ocupaba el piloto. Uno de esos vuelos de bautismo costaba $ 5. ¡Cinco Pesos! Una cifra por demás importante para la época. Un obrero no especializado de la fábrica textil ganaba un jornal diario que rondaba $ 1,20. Un tejedor, uno de los príncipes de la empresa, alcanzaba los $ 2,50 diarios.

Dragón alado

Como consecuencia, la mayoría del gentío que rodeaba la improvisada pista sólo alcanzaba a mirar con deseo mal disimulado la muy remota posibilidad de levantar vuelo en el aeroplano.

Pero algunos llegaban a solventar el paseo y pudieron ver desde el aire al pueblo, la bahía, el arroyo Sauce y los campos circundantes. Los despegues y aterrizajes no estuvieron exentos de percances, y en uno de los decolajes el aeroplano comenzó a lanzar grandes llamaradas por los tubos de escape del motor.

Hubo corridas, gritos, frenéticas señales; hasta que el piloto detuvo el aparato para evitar posibles males mayores y revisar la máquina. Los pasajeros del frustrado vuelo -entre ellos se encontraba don Orlando Martinatto- bajaron lívidos del susto y parecían haber perdido hasta la última gota de sangre de sus rostros. ¡Menuda experiencia soportaron, sentados en las entrañas de un pájaro trepidante, frágil y tembloroso, que de pronto parecía haberse convertido en una especie de flamígero dragón alado!  Pasado el percance y revisado el aeroplano, prosiguieron los vuelos.

Volantes desde el cielo

La estancia del aeroplano en el pueblo se prolongó por varios días, y no solamente porque la afluencia de pasajeros fuera nutrida. De acuerdo a un mentís de aquellos días, el piloto no solo deslumbró a la población con su apostura y “fisíque du rol” -poco cuesta imaginar el efecto causado por aquel personaje sobre los habitantes de nuestro mar de médanos-  sino que también despertó de manera especial el afecto y la pasión de alguna dama sabalera.

En uno de aquellos vuelos bautismales ascendió don Ramón Florencio Ortiz, director, impresor y distribuidor de aquella legendaria La Voz de la Arena en su primera época.

Sin lugar a dudas, don Ramón Ortiz fue un adelantado a su tiempo, no sólo por la línea editorial de su periódico, sino también por las técnicas de marketing y publicidad que usaba.

En su viaje por los cielos saucences, don Ramón subió al aeroplano munido de un buen mazo de volantes que invitaban a leer La Voz de la Arena. En uno de los giros de la aeronave sobre el pueblo, los lanzó al aire, esperando hacer caer sobre sus vecinos una lluvia de papel impreso. Pero tuvo mala suerte. La velocidad del aeroplano sumada a la del viento que soplaba ese día, llevaron los volantes lejos de la zona urbana, cayendo sobre el campo.

Más allá del fracaso parcial -sólo parcial, porque todo el pueblo supo del intento y por ende la difusión se dio-, de la experiencia publicitaria, este pequeño retazo de vivencias saucenses nos muestra a un editor coherente y consecuente consigo mismo. Porque esa vez, Don Ramón Ortiz hizo honor a su apodo: sus amigos le llamaban “El Pájaro”. Y “El Pájaro”, voló.